sábado, 6 de octubre de 2018

REFLEXIONES A PROPÓSITO DE LAS PRÓXIMAS ELECCIONES EN BRASIL

Por: Omar Orlando Pulido Chaves




Según los últimos datos, Bolsonaro, candidato de la extrema derecha, tiene el 35% de favorabilidad en la intención de voto de los brasileros y Haddad el 22%. Si se tiene en cuenta que el 25.4% de la población (52 millones) vive por debajo de la línea de pobreza, cuesta entender que la extrema derecha pueda obtener una victoria en estas elecciones, aún en segunda vuelta. El asunto no es tan simple, pero si cabe la pregunta sobre por qué el quinto país más desigual del mundo, según los últimos datos del Banco Mundial, opta por el autoritarismo, la discriminación, la fuerza y la represión. Es el fenómeno cultural que marca el signo de estos tiempos, con muy pocas excepciones. Más que formular un vaticinio sobre lo que pueda ocurrir este fin de semana, me interesa aproximarme al fenómeno de la derechización de los votantes como fenómeno recurrente en el mundo en la coyuntura actual.

Si esta situación se lee desde el concepto de hegemonía se podría afirmar que en las concepciones de estos votantes que marcan las tendencias predominan los imaginarios del autoritarismo y la dominación sobre los del consenso y la democracia. Y la razón de ello habría que buscarla en el efecto masivo que ha tenido en la ciudadanía el hecho de que todos los años de gobierno del PT no fueron suficientes para marcar una diferencia que los distinguiera radicalmente como alternativa expansiva capaz de transformar al país en la perspectiva del “otro mundo posible” prometido por el Foro Social Mundial. Se podría decir que faltó radicalidad, no se construyó un nuevo Estado, no se cambiaron las bases de la desigualdad, aunque pudo disminuirse la brecha y colocar al país como nueva economía emergente (BRICS). Por el contrario, Lula y Dilma, personificaciones de la esperanza de cambio, fueron atrapados en el torbellino mediático ocasionado por la corrupción de los funcionarios públicos y los empresarios privados, dejando ante la ciudadanía la sensación de que nada había cambiado: “Hechos son amores y no buenas razones” dice el adagio popular, forma en que se expresa el sentido común. Y cambiar unas correlaciones de fuerzas para construir una nueva sociedad no es tarea fácil y de corto aliento. Se necesita tiempo, pero se deben alcanzar resultados en el corto y en el mediano plazo. Y esto es lo que la gente no ve.

El juicio de la población no es “experto”, es de sentido común. Se mueve en la superficie, no capta las sutilezas de las profundidades; se puede decir que se construye sobre un “pensamiento concreto” que mira lo inmediato y la condición de vida particular de cada uno. No es un juicio de militante político ni de analista. Se mueve con la “racionalidad”, si se perdona la expresión, de la “fe del carbonero”. Y esta manera de entender el mundo es proclive a identificarse con el “orden”, el “respeto a la autoridad”, la “disciplina”, porque son la base de las concepciones del mundo que leen el universo desde la perspectiva teleológica (de causa y efecto) que occidente heredó de Newton. En estas concepciones no caben las complejidades del desorden, la entropía, las catástrofes, los “atractores extraños”, que pautan el movimiento del universo según los nuevos paradigmas. Para la extrema derecha y para la gente “sencilla”, la falta de autoridad genera desorden; y si este no se controla genera caos. No se entiende que todo equilibrio es inestable, que el caos genera nuevo orden. Por eso se necesita la fuerza. Allí no cabe la idea de que a una mayor complejidad corresponde una mayor capacidad para resolver las tensiones y las dificultades que esta genera. Pero ocurre también que quienes se presentan como los llamados a realizar el cambio parecen no entender esta regla simple del pensamiento complejo y de los procesos de auto organización.

Atendiendo a todo lo anterior, el resultado más probable será el de una nueva derrota del heredero de Lula y Dilma, un improvisado candidato de última hora que no es el uno ni la otra, quienes, desde la lógica de los “sencillos”, tampoco hubieran tenido una segunda oportunidad. ¡Ojalá me equivoque!