sábado, 19 de marzo de 2011

EL DERECHO A UNA EDUCACIÓN INCLUSIVA Y DE CALIDAD

El Derecho a una Educación Inclusiva y de Calidad[1]

Por Orlando Pulido Chaves[2]

En el título de este seminario se enfatizan tres conceptos que han sido objeto de profundos debates desde comienzos de la década de los noventa: Derecho a la educación, inclusión y calidad. Los dos últimos han sido presentados como logros o avances y como componentes esenciales del derecho, pero también han sido objeto de discusión por haber sido cooptados por enfoques que no garantizan del todo el disfrute pleno del derecho. Mi participación en esta mesa apunta a destacar algunos elementos de este debate. Para hacerlo, en primer lugar quisiera puntualizar algunos temas centrales relacionados con la noción del derecho a la educación. En ese marco ubicaré las principales tensiones identificadas con la inclusión y la calidad.

1.      Sobre el Derecho a la Educación:

El tema del derecho a la educación se ha convertido en un principio universalmente aceptado. No obstante, la aplicación de las acciones tendientes a garantizarlo por parte de los Estados no se ha universalizado de la misma manera, hasta el punto que la Relatora Especial de las Naciones Unidas para el Derecho a la Educación, Katarina Tomasevsky, en su sexto y último informe anual presentado a la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 2004, dejó constancia del aumento progresivo de los obstáculos y las dificultades para realizar su labor. La Relatora afirmó que las dificultades fueron tantas que recomendaba no renovar el mandato sobre el derecho a la educación. Valga recordar que el mandato de la Relatora consistía en “aumentar la visibilidad del derecho a la educación y eliminar los obstáculos y las dificultades para su realización”.[3]

Esto significa que, a pesar de los avances producidos en esta materia, todavía queda mucho terreno por recorrer; sobre todo cuando se toman en consideración las acciones adelantadas por los Estados en el marco de las políticas de fortalecimiento del mercado libre como regulador de la satisfacción de las demandas y los derechos sociales.
Como hoy también se defiende la idea del derecho a la educación por parte de quienes implementan políticas de fortalecimiento del mercado libre, que en la práctica han conducido a obstaculizar su realización, es necesario detenerse un momento en el examen del sentido profundo de la noción.
Se reconoce de manera general que desde la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1948, la educación es considerada como un derecho básico de todas las personas. Adicionalmente, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptado en 1966 y entrado en vigencia en 1976, se conoce como el instrumento que contiene las premisas fundamentales de este derecho, consagradas es sus artículos 13 y 14.[4]
Otros tratados internacionales como la Declaración de los Derechos del niño (1959), la convención de UNESCO por la Eliminación de las Discriminaciones en materia de Enseñanza (1960), la Convención Internacional para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial (1969), la Convención Contra la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (1981), la Convención Sobre los Derechos del Niño (1990), se consideran de vital importancia para el reconocimiento universal del derecho a la educación. El comité DESC también considera que otros instrumentos internacionales posteriores a 1976 han desarrollado los objetivos de la educación y señala la obligación de los Estados Partes de velar porque se adecue a los propósitos y objetivos expuestos en el artículo 13.
En la Observación General No. 11 de 1999 sobre las cuestiones sustantivas que se plantean en la aplicación de Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Comité DESC anota en el numeral 2 que el “derecho a la educación,… es de vital importancia. Se ha clasificado de distinta manera como derecho económico, derecho social y derecho cultural. Es, todos esos derechos al mismo tiempo. También, de muchas formas, es un derecho civil y un derecho político, ya que se sitúa en el centro de la realización plena y eficaz de esos derechos. A este respecto, el derecho a la educación es el epítome de la indivisibilidad y la interdependencia de todos los derechos humanos”.[5]
Se dice que el Pacto contiene las premisas fundamentales del derecho a la educación en tanto en su artículo 13 amplía el contenido de la Declaración Universal de Derechos Humanos desde tres puntos de vista: La educación debe orientarse al desarrollo del sentido de la dignidad humana. Debe capacitar a todas las personas para participar efectivamente en al sociedad. Debe favorecer la comprensión entre todos los grupos étnicos, las naciones, los grupos raciales y religiosos. Estos puntos de vista se resumen en que “la educación debe orientarse al pleno desarrollo de la personalidad humana”.[6]
El párrafo 2 del artículo 13 establece que la educación primaria debe ser obligatoria, asequible a todos y gratuita y que la secundaria, técnica y profesional y la superior deben hacerse también asequibles y gratuitas progresivamente.
La Observación 13 del Comité DESC llama la atención sobre el hecho de que si bien la aplicación precisa y pertinente de los requisitos para garantizar el derecho depende de las condiciones imperantes en los Estados, en todas sus formas y en todos sus niveles la educación debe tener cuatro características interrelacionadas conocidas como las 4A: Disponibilidad (Asequibilidad), Accesibilidad, Aceptabilidad y Adaptabilidad.[7]
Las 4A son muy importantes porque se ubican en una nueva concepción sobre la educación, enmarcada en el enfoque de derechos. Lo que hoy se discute bajo la denominación del derecho a la educación no es solo el concepto liberal tradicional de un derecho humano sino también y principalmente, una nueva concepción de la educación que supera las visiones liberal de la educación como mecanismo de ascenso social y de integración funcional al sistema que propone como modelo. Lo interesante de este concepto es que la construcción de sus contenidos ha servido para mostrar las limitaciones de los sistemas educativos actuales y para ir desarrollando la propuesta de una “nueva educación” en el marco de la consigna de construcción de un “nuevo mundo posible”. No se trata solamente de un ejercicio intelectual y académico sino que este viene acompañado de los esfuerzos realizados para su materialización; esfuerzos que se vienen concretando en legislaciones vigentes, nueva jurisprudencia, transformaciones en las prácticas pedagógicas de los maestros, en la gestión escolar y de los sistemas educativos, en la cultura escolar, en las concepciones sobre la escuela, entre otros.
Es evidente que esta no es una tarea fácil. Se trata, ni más ni menos, de una disputa en el terreno de las hegemonías, que forma parte de las tensiones propias de los procesos de transición. La discusión sobre el derecho a la educación es portadora de contenidos que dan cuenta de la necesidad de concebir el tipo de educación que requiere el nuevo mundo posible, un mundo que todavía no se vislumbra plenamente pero del cual ya hay atisbos y anticipaciones.
La importancia que tiene ubicar esta discusión en el marco de las disputas por la hegemonía se ve más claramente cuando precisamos el sentido estrictamente político que tiene esta, en términos de capacidad de unos grupos o bloques sociales para ejercer la dirección intelectual y moral sobre el conjunto de la sociedad. El ejercicio de la hegemonía, más que la fuerza, que la incluye, implica, esencialmente, el ejercicio de la dirección basada en el consentimiento, en la comprensión de los derechos y los deberes históricos del conjunto de la sociedad y en la generación de una “voluntad colectiva” o “voluntad política pública” que haga realidad ese nuevo mundo posible.
Difícilmente encontramos hoy un desarrollo conceptual y práctico que supere lo aportado por la discusión sobre el derecho a la educación a la construcción de una nueva propuesta educativa con impacto en las políticas públicas. Esta discusión ha sido particularmente significativa en el contexto de las tensiones generadas por la aplicación de las políticas educativas correspondientes a la estrategia neoliberal de ajuste del modelo capitalista. Estas políticas han afectado sustancialmente el derecho y han puesto en evidencia los dudosos resultados de los avances preconizados por sus impulsores. Sin embargo, los desarrollos de la nueva propuesta están todavía en proceso y muestran limitaciones serias.
Para empezar, la hegemonía de los sucesivos enfoques adoptados por las reformas educativas en América Latina produjo cuerpos teóricos y dispositivos técnicos muy fuertes que predominan en el lenguaje y en el análisis educativo. Los propósitos “modernizadores”, por ejemplo, han saturado distintos énfasis en función de las coyunturas que se han vivido en la región, aproximadamente desde mediados del siglo XX. Las orientaciones de ampliación de coberturas, de mejoramiento de la calidad y de mejoramiento de la eficiencia en la gestión de las instituciones educativas y de los sistemas, han generado dispositivos de información, indicadores, variables, desarrollos curriculares, concepciones y métodos de evaluación y principios filosóficos que dominan el campo de la discusión educativa. Mientras tanto, la concepción basada en el enfoque de derechos apenas si tiene algunos desarrollos para mostrar. Las 4A son uno de ellos, probablemente el más importante, pero hasta ahora están teniendo los complementos requeridos en el terreno, por ejemplo de los indicadores, o en la formulación de concepciones alternativas en materia de evaluación o de criterios de calidad.[8] En este terreno específico es que podemos ubicar las nuevas coordenadas para examinar conceptos como los de inclusión, no discriminación y diversidad.

2. Sobre diversidad, no discriminación, inclusión y calidad

Con el marco hasta aquí descrito, el derecho a la educación ha venido dotándose de contenidos cada vez más específicos que lo hacen “exigible como derecho de la persona y justiciable como obligación del Estado”[9]. Dentro de estos contenidos específicos, los relativos a la diversidad, inclusión, no discriminación  y calidad, tienen características particulares.
El artículo 13 del Pacto da cuenta de estos contenidos cuando habla de educación para todos e incluye la mención a todas las naciones y a todos los grupos raciales, étnicos o religiosos. Aunque no se plantea directamente la inclusión de todas las personas en una educación “para toda la vida”, este último concepto se encuentra hoy incorporado a otros instrumentos y al espíritu del Pacto y constituye uno de los desarrollos más recientes de la educación como derecho.
Las 4A, por su parte, también dan cuenta de estos contenidos. Pérez Murcia resume el planteamiento de la Relatora Tomasevsky cuando dice que la efectividad del derecho a la educación “supone la realización simultánea de cuatro derechos y el cumplimiento de cuatro conjuntos de obligaciones por parte del Estado: el derecho a la disponibilidad de enseñanza y la obligación de asequibilidad, el derecho de acceso a la enseñanza y la obligación de accesibilidad, el derecho de permanencia en el sistema educativo y la obligación de adaptabilidad, y el derecho a una educación aceptable y la obligación de aceptabilidad”.[10]
La Disponibilidad o Asequibilidad plantea que los Estados deben garantizar la existencia de todas las condiciones necesarias para que todas las personas puedan gozar del derecho a educarse, en el sentido amplio de satisfacer la demanda social.
La Accesibilidad establece que todas las personas deben poder acceder a la educación y permanecer en el sistema desde tres perspectivas: no discriminación, accesibilidad material y accesibilidad económica.
La Adaptabilidad se refiere a que la educación ha de tener la flexibilidad necesaria para adaptarse a las necesidades de sociedades y comunidades en transformación y responder a las necesidades de los alumnos en contextos culturales y sociales variados.
La Aceptabilidad, a mi juicio inadecuadamente equiparada por algunas personas al concepto de “calidad” puesto en el escenario de la discusión por los enfoques neoliberales, da cuenta de la inclusión y la diversidad al referirse a la forma y al contenido de la educación mediante la pertinencia de los programas y los métodos pedagógicos, lo que implica el reconocimiento de las diferencias, las especificidades poblacionales y los contextos.
Como se puede ver, las 4A resumen en un todo articulado, universal e indivisible los conceptos de inclusión, diversidad, no discriminación y calidad, para referirnos solamente a los que son objeto de análisis en esta mesa.
Sobre el tema de la diversidad quiero decir que las políticas educativas lo han asumido de forma parcial, con énfasis étnico, en un recorrido que podríamos sintetizar en cuatro etapas: las de énfasis civilizatorio, propio de las acciones típicamente colonialistas; las de énfasis integracionista, representadas sobre todo en las políticas liberales y neoliberales, dentro de las cuales el concepto de inclusión adquiere su más alto sentido; el biculturalismo, representado en la educación bilingüe intercultural (EBI), que constituyó, y en algunos lugares de región continúa haciéndolo, un énfasis de contenido étnico construido sobre las lenguas ancestrales; y más recientemente, superando inclusive los enfoques multiculturales, las de enfoque intercultural, adoptadas a partir del  Proyecto Principal de Educación en América Latina y el Caribe organizado por UNESCO, el cual, según Tubino, marcó el abandono del concepto de “educación bicultural” por el de “educación intercultural”.[11]
En este debate, uno de los hechos centrales ha sido la reacción contra el reconocimiento de la diversidad para la generación de políticas educativas “inclusivas”  que integran de manera instrumental al sistema a los grupos y a las poblaciones sin afectar las relaciones de dominación y subordinación. El reconocimiento del carácter plurietnico y multicultural de nuestros Estados, incorporado a las constituciones políticas-- a partir de la década de los noventa, ha sido a la vez un logro y una frustración para las comunidades pues no ha logrado producir políticas integrales de Estado que superen el enfoque sectorial que se ha dado al tema. Fidel Tubino, en el texto citado explica claramente que mientras las políticas multiculturales se concretan en acciones afirmativas, las políticas interculturales aplican acciones transformativas. Con esto, agrego, se ponen en cuestión los argumentos de “discriminación positiva” de las primeras que relativizan la inclusión y se apartan por completo de la búsqueda de la igualdad. Estas “acciones afirmativas” se complementan con la “focalización” utilizada como criterio técnico para la toma decisiones sobre poblaciones objetivo de las políticas estatales. En segundo lugar, Tubino también afirma categóricamente que “la interculturalidad debe plurisectorizarse para que pueda tener éxito en el sector de la educación. No solo es un asunto educativo, involucra a todos los sectores del Estado”. Y concluye diciendo que “En los esquemas actuales del Estado-nación homogéneo no es posible hacer interculturalidad. La opción por la interculturalidad es la opción por un modelo alternativo de Estado que sirva como marco de referencia para estimular la construcción de formas de convivencia entre los deferentes que sean más justas y dignas”.[12]
De particular importancia para la comprensión de los criterios de inclusión y diversidad es el concepto de “no discriminación” incluido en la obligación de Accesibilidad pues, con base en él, la Convención Relativa a la Lucha Contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza (1962), establece en su artículo primero que no puede hacerse ninguna “distinción, exclusión, limitación o preferencia, fundada en la raza, el color, el sexo, el idioma, la religión, las opiniones políticas o de cualquier otra índole, el origen nacional o social, la posición económica o el nacimiento, que tenga por finalidad o por efecto destruir o alterar la igualdad de trato en la esfera de la enseñanza y, en especial excluir a una persona o a un grupo del acceso a los diversos grados y tipos de enseñanza, limitar a un nivel inferior la educación de una persona o de un grupo, instituir o mantener sistemas o establecimientos de enseñanza separados para personas o grupos, o colocar a una persona o a un grupo en una situación incompatible con la dignidad humana”.[13]
Este concepto de no discriminación también ha sido objeto de atención por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos mediante el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales “Protocolo de San Salvador”, y fue considerado en la Conferencia de Revisión de Durban realizada en Ginebra en abril de 2009.
El tema de la discriminación es particularmente importante. Quiero detenerme en él. La discriminación enfatiza la dimensión ético-política y cultural de la desigualdad, pone en evidencia su terrible y descarnado significado. Con mucho, constituye el mecanismo más odioso y vil, más oprobioso, del ejercicio de la dominación. La discriminación va de la mano con la humillación de quien es discriminado. De allí que la reivindicación de la no discriminación resulte enormemente significativa. Para entender mejor esto, si es que se puede entender mejor, acostumbro contar una anécdota relatada por mi amigo Pablo Gentili.  Dice Pablo que en alguna ocasión se encontraba en una de las tres escuelas de una olvidada ciudad del interior pernambucano, en el nordeste brasilero, en la que se celebraba una fiesta. Se entregaban los diplomas de un curso de educación popular que, con el apoyo de los gobiernos nacional y municipal, había alfabetizado casi cien adultos “hombres y mujeres, todos ellos curtidos por el sacrificio, la ilusión interminable y una voluntad liberadora. El salón de actos estaba adornado con dos enormes banderas descoloridas y una larga mesa cubierta con un paño rojo sobre el que reposaban dos grandes cajas de cartón. En un de ellas sobresalían los codiciados diplomas, enrollados y amarrados con una cintita de los colores de la bandera de Brasil. En la otra, misteriosa, había un conjunto de sobres blancos intrigantemente apilados…El acto fue -dice Gentili- como no podría ser de otra manera, un homenaje a la dignidad. Uno a uno, una a una, ex alumnos y alumnas se dirigían hacia la mesa y, mientras lo hacían, sus pasos arrancaban risas y lágrimas, lágrimas y risas, y muchos aplausos, especialmente cuando recibían, además del diploma, el sobre…”. Cuando Gentili preguntó qué contenían los sobres, radiante, la Secretaria de Educación respondió que las cédulas de identidad de los adultos que habían participado en el curso, ahora firmadas por ellos, pues antes las tenían firmadas con la huella del pulgar. Al terminar la ceremonia, inesperadamente, una mujer se acercó al grupo donde estaba Pablo y se presentó: “Me llamo felicidad –dijo­- tengo setenta y cinco años y hoy mi nombre tiene sentido. Hoy es el día más feliz de mi vida. Tengo mi diploma y una cédula de identidad que yo misma he firmado. Ustedes no saben como se siente una persona cuando tiene su cédula de identidad firmada con el pulgar. No pueden imaginárselo.  Cuando le preguntaron cómo se sentía, ella respondió: “Humillada, me sentía humillada”[14].
Desde cuando conocí esta historia he pensado que sintetiza todo lo que podamos teorizar o hacer en materia de defensa del derecho a la educación. Esta historia da contenido pleno al propósito formulado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en el sentido de que la educación debe propiciar el pleno desarrollo de la personalidad humana. La educación podrá servir para muchas cosas. Pero mientras no comprendamos que sirve fundamentalmente para garantizar la dignidad humana, realmente servirá para casi nada.
Un capítulo especial de esta problemática es el relativo a la discapacidad. Salta a la vista que el debate sobre la diversidad, al realizarse desde una perspectiva étnica, no incluye de manera explícita las discapacidades. Estas se han abierto paso de manera independiente logrando una presencia fuerte en los enfoques de educación inclusiva y más recientemente en el de la educación como derecho. Las particularidades que plantean las distintas formas de discapacidad a su tratamiento en la escuela han sesgado la discusión polarizando los argumentos en función de la defensa del derecho a estar en la escuela y de su tratamiento pedagógico al interior de ella. Otros argumentos extienden esta discusión al papel que deben cumplir la familia, la comunidad y el Estado. Sin embargo, es indiscutible que resulta más adecuado integrarlas al tema más amplio de la diversidad para darles un tratamiento positivo que las saque del horizonte de la “anormalidad”. Con esto, la discusión sobre si los límites de la inclusión abarcan o no las discapacidades, a mi juicio, deja de tener sentido. Las personas con discapacidad forman parte de la diversidad del género humano y no constituyen un sector con “limitaciones” o “anormalidades” que deban ser “incluidos” o “integrados” por razones distintas al derecho que tienen al reconocimiento de su dignidad humana. ¿Podría alguien argumentar que Felicidad, el extraordinario personaje mostrado por Gentili, no sufría un tipo particular de discapacidad cuando firmaba su cédula de ciudadanía con una equis?

3. Inclusión, exclusión y equidad

El examen de los conceptos de inclusión y diversidad no estaría completo sin una referencia al tema de la equidad.
El concepto de equidad emergió en la segunda mitad del siglo XX como una respuesta a la ampliación de la brecha entre ricos y pobres y a la creciente desigualdad que la sustenta como resultado del modelo global de desarrollo, que ha resultado impotente para distribuir equitativamente los supuestos beneficios del crecimiento económico de las sociedades.
A comienzos de los 80 se produjo una fuerte recesión en América Latina que obligó a los gobiernos a tomar medidas de ajuste y reformas de fondo orientadas a estabilizar los mercados y a superar el retraso económico, el aumento del desempleo, la exclusión social, la desigualdad y la violencia. En respuesta a la década perdida de América Latina (80) en la cual toda la inversión que se hizo en obras públicas, energía, vías, etc., estuvo amparada por crédito abundante resultante del auge petrolero de los 70, se entró en un desmonte de la política económica de corte keynesiano, en la medida en que lo importante para ese momento, por estar agobiados con el peso de la crisis y como condición para el crédito de los organismos multilaterales, era lograr el equilibrio macroeconómico, el ajuste fiscal y el control de la inflación; es decir, generar mercados estables que le garantizaran condiciones favorables a los inversionistas nacionales y extranjeros. El derroche de esa bonanza de créditos fue pagado por los gobiernos al momento de exigirse el pago de esos dineros. De allí la exigencia de el equilibrio macroeconómico y fiscal que en este momento todavía nos sigue presionando.
En desarrollo de estas reformas, y como consecuencia del cambio del régimen de acumulación mundial que se produjo a comienzos de la misma década, hacia finales de los 80 se inició el desmonte del Estado de Bienestar que había generado, entre otras cosas, seguros para el desempleo y la vejez, la universalización de la atención a la salud, la educación y la vivienda, la búsqueda del pleno empleo, en la idea de transferir a la población, en general, los beneficios del crecimiento. Este cambio de orientación significó una drástica reducción de la intervención del Estado, su reducción a mínimos, la transferencia de responsabilidades a la sociedad civil y un cambio de enfoque en la política social que se subordinó a la flexibilidad del mercado de trabajo y la llamada competitividad estructural. La crisis de la deuda de comienzos de los 80 y el freno al ingreso de capitales del período anterior, entre otros factores, hicieron que la política de pleno empleo fuera reemplazada por la lucha contra la inflación, y que la política social cambiara de un enfoque de subsidios a la oferta a subsidios desiguales a la demanda, hecho que se reflejó en un proceso generalizado de reformas que cubrió el sistema de pensiones, la política fiscal, la salud, la educación, las instituciones estatales y el régimen de transferencias a las entidades territoriales, entre otros[15].
El cambio de modelo productivo impactó la sociedad produciendo, como dice Emilio Tenti, “nuevos tipos de precariedad e inseguridad social” localizados en una “pluralidad de escenarios sociales ocupados por una serie de actores dotados de intereses específicos” que hacen de la sociedad el resultado de una “nueva forma de articulación de espacios sociales relativamente autónomos” que obligaron a redefinir el lugar y el sentido del Estado y de la política como escenarios en los cuales se juegan los intereses de estos actores De alguna manera, este cambio significó la quiebra de la centralidad del trabajador asalariado como base del modelo de política social y aspiración colectiva, que completaba el ámbito del bienestar con las “prestaciones sociales” orientadas a satisfacer sus necesidades básicas y las de sus familias  (valga anotar de paso que, en algunos casos, las grandes corporaciones por ejemplo, estas “prestaciones” incluían la educación). Completaban este cuadro de actores sociales, los “informales” y los “excluidos”; los primeros, definidos como “aquellos que tienen una inserción defectuosa en el mercado de trabajo, ya sea porque, por falta de estímulos, han desistido de ingresar al mismo o bien tienen una inserción marginal en términos de tiempo, o forman parte del llamado trabajo informal y de baja productividad”, y los segundos como los que no se integran a los campos productivos más dinámicos, los que quedan “fuera” de ellos, pero también y sobre todo, “los que no cumplen ninguna función respecto del todo social y en especial, respecto de los intereses de los grupos dominantes de la sociedad (los “establecidos”)”[16].
Estas últimas categorías sociales, pues en esto terminaron convertidas las inmensas masas de población empobrecida, se convirtieron entonces en los “focos” de atención de las políticas sociales. Los “informales,” sobre todo urbanos, presentes en nuestras calles, los “invasores del espacio público”; y los “excluidos”, término ambiguo, poco apropiado, con el que desde finales de los 80 y comienzos de los 90, se empezó a designar a quienes ni siquiera cabían en las categorías de “pobre”, “nuevo pobre”, “informal”, “estrato uno”, etc. Las políticas sociales “focalizadas” en los “informales”, los “más pobres”, los “vulnerables” (madres cabeza de familia, discapacitados, niños, ancianos o “adultos de la tercera edad”, por ejemplo) se convirtieron en el paradigma de la “inversión social” de un Estado cada vez más desprovisto de instrumentos adecuados para hacer frente a las inequidades o desigualdades generadas por el tan deseado “desarrollo”. Dada esta situación ¿Alguien se sorprenderá al entender que el concepto de inclusión solamente pudo legitimarse cuando se reconoció la existencia de los “excluidos”?
Esta cuestión es de mucha importancia para aclarar los debates que generen conceptos como el de educación inclusiva cuando se esgrimen como alternativa deseable frente a los modelos tradicionales de la escuela formal. Llamo la atención sobre el significado político ideológico que tiene el concepto de inclusión cuando es usado como fundamento conceptual de las políticas focalizadas de atención a los sectores marginales que no se “benefician” suficientemente de las “bondades del desarrollo”. El argumento de fondo que defienden estas tesis es que la exclusión es una “anomalía” del modelo que puede ser “corregida” mediante intervenciones focalizadas que logran niveles de inclusión a los beneficios del desarrollo para estos sectores sociales.
Es en este contexto cuando se empieza a hablar de “equidad” y de políticas de equidad. Las teorías del desarrollo que se soportan en el concepto de equidad conceden sí, una importancia central a la lucha contra la pobreza y hacen énfasis en la focalización de la acción sobre los factores que la determinan y las poblaciones que la padecen. Estos enfoques, desde luego, no han cuestionado el carácter del modelo general de desarrollo del capitalismo a nivel global y coinciden, sobre poco más o menos, en la tesis de que la desigualdad puede ser corregida dando un trato preferencial (discriminación positiva) a los sectores poblacionales más pobres, considerados “excluidos” de los beneficios del desarrollo y el crecimiento. De esta manera, la política pública de finales del siglo XX se orientó a atacar dichos factores y a dar prioridad a los “más pobres” y a sectores “vulnerables” y “excluidos” como las mujeres, los ancianos, los niños y las minorías étnicas, entre otros.
            Unas veces con fundamento ético (teoría de la justicia), otras, con fundamento económico (teoría del bienestar, teoría del capital humano), autores como Jhon Rawls (1971), Amartya Sen, David Romer, Robert Barro y Sala-I-Martin, entre otros, han sostenido que las desigualdades se pueden corregir dentro del sistema actuando sobre los “más pobres” con criterio de “inversión social”. En Colombia, Alfredo Sarmiento, de la Misión Social, Departamento Nacional de Planeación, concluye que “el trato preferencial a los más débiles –o, en términos económicos, a los más pobres- representa una condición básica del orden social (subrayado por nosotros). No se trata de un juicio de valor adherido al análisis económico, sino una condición más básica que la económica para fundamentar la existencia de una sociedad justa”[17]. Esto muestra que el orden social “debe” producir pobres, pero no hay problema porque se puede actuar sobre ellos para corregir las desigualdades. Aunque parezca utópico, sigo pensando, al contrario de estas lógicas, que la acción debería estar encaminada a eliminar la posibilidad de que existan los “pobres” y los “excluidos”.
Esta situación muestra como la dinámica de la pobreza hace obsoleta la política social y a las instituciones encargadas de administrarla en períodos muy cortos de tiempo. La consecuencia fue la creación de entidades y programas aislados que llegan a la misma población sin coordinación entre ellas, en un derroche de recursos y energía que raya en lo vergonzoso. En tal sentido, muchos de los esfuerzos que ahora se vienen haciendo en materia social se refieren a la necesidad de acciones sobre los factores estructurales de generación de la pobreza, particularmente la lucha contra el desempleo, los subsidios a los sectores “más pobres” y “vulnerables”; y la “inclusión” de sectores tradicionalmente marginados en el campo de acción de la política social. Para ello, se habla de la necesidad de atender “integralmente” a las poblaciones diferenciadas mediante estrategias “transversales” que cubren campos tan disímiles y complejos como las pensiones, la nutrición, la salud, la educación, la vivienda, el hábitat y el medio ambiente, los recursos naturales, etc. Así,”integralidad” y “transversalidad” se han venido convirtiendo en las bases de la lucha contra la desigualdad o, lo que es lo mismo, de la búsqueda de la equidad.
Con todo lo anterior quiero decir que el tema de la inclusión, abordado desde el enfoque de equidad, no ha logrado superar el terreno de la retórica en los discursos oficiales y, aún, en el de sectores amplios de lo que podemos llamar, con las reservas que ello implica, el “campo alternativo”. Un informe de PREAL concluye que, en general, los más ricos reciben más educación que los más pobres, que los más pobres tienen menos acceso a la educación, que los estudiantes más pobres y de las zonas rurales repiten más cursos y abandonan los estudios con más frecuencia y son los peor librados en las evaluaciones nacionales[18].
Po otra parte, el tema de la calidad de la educación es uno de los más importantes en las políticas educativas actuales y está siendo objeto de un fuerte debate. Su emergencia en el lenguaje educativo tiene que ver con los efectos producidos por el rápido crecimiento de la matrícula generado por las políticas de “inclusión” orientadas al aumento de la cobertura. Este proceso de expansión educativa viene desde la década de los sesenta, pero logra sus mayores impactos desde finales de los ochenta y comienzos de los noventa, cuando alcanza tasas de matrícula superiores al 90% en la mayoría de países de la región. No obstante, este rápido incremento en el acceso de niños, niñas y jóvenes al sistema educativo estuvo acompañado de altas tasas de deserción y repitencia, de flexibilización del trabajo de los docentes, de problemas en su formación inicial y en ejercicio, de inadecuación de los currículos a los contextos pluriétnicos y multiculturales, de bajos resultados en logros de aprendizaje medidos por pruebas censales estandarizadas; conjunto de factores que, en el marco de enfoques de gestión de los sistemas y las instituciones educativas que buscaban mayores niveles de eficiencia y eficacia, fueron denominados como problemas de calidad de la educación. Para incidir sobre ellos y revertir esas tendencias, las políticas introdujeron el concepto de “mejoramiento de la calidad de la educación”, condición que rápidamente hizo carrera y dio como resultado, entre otros duramente criticados por la Relatora Katarina Tomasevsky, la consigna general de políticas orientadas a la garantizar el  “acceso a una educación de calidad”.
Desde entonces, parece que no basta hablar de educación si no está adjetivada con el mote de “calidad”. El rápido suceso que ha tenido el tema tiene que ver, sin duda, con el hecho de haberse convertido en una verdad de sentido común. Nadie medianamente cuerdo se podría oponer a una “educación de calidad”. Sin embargo, si se mira bien, esta es una de las típicas verdades de Perogrullo. El asunto es que esta versión “novedosa” de la educación, que equivale a descubrir el agua tibia, está íntimamente ligada a la búsqueda de mayores niveles de eficiencia y eficacia en términos gerenciales y administrativos, de relación costo-beneficio. En otro lugar he examinado el tema con mayor detenimiento[19]; ahora me limito a señalar que ha quedado reducido a incrementos en logros de aprendizaje en matemáticas y lenguaje (lectura y escritura) medidos por acceso a competencias universales. Marginalmente se han venido incorporando otros factores como los relacionados con el tema docente, las condiciones de contexto, la infraestructura, la nutrición, el transporte, entre otros; pero esto se ha dado como resultado de la presión ejercida por los enfoques basados en derechos.
Un aspecto no menor de este asunto de la calidad está relacionado con la profunda segmentación generada por las políticas educativas entre una educación “de calidad” para ricos y educación de “baja calidad” para pobres”. En esta dimensión del problema se discute la necesidad de que la educación pública adopte los modelos y las tecnologías de gestión de la educación privada, como si dentro de esta no se presentaran también problemas de “mala calidad”.
Nuestro argumento frente a esta discusión es que en una concepción basada en derechos, en el marco de las 4A se torna superfluo poner énfasis en la calidad. Por definición, la educación debe ser buena, como se solía decir antes del éxito de la “calidad”. Eso quiere decir que la buena educación debe ser resultado de la  integralidad de las 4A. La calidad no es “algo” externo que se incorpora desde afuera mediante procesos de “aseguramiento”, como pregonan los modelos empresariales de “gestión de la calidad”; es una condición intrínseca se la educación. Simplemente no tiene sentido aceptar la posibilidad de una educación que no garantice el pleno desarrollo de la personalidad humana, con todo lo que eso pueda significar.

3. La Educación Inclusiva en el Ámbito de las Políticas Públicas: ¿Avances legislativos?  Retrocesos reales

Los avances reseñados hasta ahora en materia de defensa del derecho a la educación no han sido resultado exclusivo de acciones puramente legislativas o de gestión en el seno de los organismos internacionales. Estos temas han sido incorporados en los instrumentos internacionales y en las legislaciones de los Estados en virtud de las acciones llevadas a cabo por actores con capacidad de incidencia en movimientos sociales y de opinión en diversos lugares del mundo. La tensión política generada por la inclusión de estos conceptos en las legislaciones y su poco desarrollo en la práctica continúa siendo objeto de debates y conflictos y de denuncia por parte de los veedores internacionales, como es el caso de los relatores especiales para el derecho a la educación de las Naciones Unidas, Katarina Tomasevsky y Vernor Muñoz, el Foro Latinoamericano de Políticas Educativas FLAPE, las Campañas Mundial y Latinoamericana por el derecho a la Educación, la participación de la sociedad civil en la Conferencia de Revisión de Durban arriba mencionada, y la acción de iniciativas nacionales como la Plataforma de Análisis y Producción de Políticas Educativas, la Plataforma DESC y la Coalición Colombiana por el Derecho a la Educación, entre otras.
La anterior precisión es de vital importancia por cuanto remite al tema del carácter de las políticas públicas y las formas que estas pueden asumir. Al respecto, lo que importa resaltar es que las políticas públicas expresan siempre grados de correlación de fuerzas sociales o, en otros términos, la capacidad de los actores organizados para incidir en los asuntos públicos. Esto explica por qué es posible avanzar o retroceder en materia de reivindicaciones sociales y por qué, a pesar de todos los relativos avances en materia de legislación y de formulación de principios, el incremento de la desigualdad social y de la desigualdad educativa pone en entredicho los tan alardeados avances en materia de inclusión.
En el caso colombiano, por ejemplo, el carácter gratuito y obligatorio de la educación, especialmente la educación primaria, se ha venido planteando desde la Ley 12 de 1934, pasando por la reforma constitucional de 1934 y extendiéndose hasta la secundaria en 1938. A pesar de esto, en la Constitución de 1991 el derecho a la educación no está garantizado plenamente pues consagra su doble condición de gratuidad obligatoria pero incluye la posibilidad de pago por quienes puedan hacerlo, al tiempo que la considera como derecho de la persona y servicio público con función social. Esta manera de concebir la educación genera una fuerte ambigüedad que desvirtúa la noción del derecho. Por una parte, la obligación del Estado consiste en garantizar el derecho a la educación y no en prestar el servicio educativo. La garantía del derecho implica, como vimos arriba, la concurrencia de las 4A, lo que hace superflua la consideración de la “prestación del servicio”. El Estado no concurre a la prestación del servicio tal como considera la Constitución del 91. El estado garantiza el derecho generando Asequibilidad, Accesibilidad, Adaptabilidad y Aceptabilidad; es decir, proporcionando todo lo necesario para que todos disfruten plenamente del derecho. La educación privada puede concurrir a este esfuerzo prestando el servicio educativo pero limitando su lógica mercantil para que se inscriba en la perspectiva de la garantía al derecho. En esta perspectiva, para la educación no debería caber el criterio de libertad de empresa con fines de lucro. Entendámonos bien, no se trata de que no haya educación privada. De lo que se trata es que si la hay, no debe ser factor de exclusión y discriminación sino que debe concurrir efectivamente al esfuerzo del estado por garantizar el derecho. La garantía del derecho a la educación es de total incumbencia del Estado. Esto significa que tampoco puede asimilarse a la lógica de “prestación de servicios públicos” pagados por los contribuyentes, así sea a empresas del Estado, realidad que además ya no existe después de su privatización por las reformas neoliberales. Para decirlo de una vez, una educación que no sea totalmente gratuita, universal y obligatoria, asequible, accesible, adaptable y aceptable, no es una educación concebida desde el enfoque de derechos y por tanto no es una educación inclusiva.



[1] Guión de la intervención en el Seminario Internacional “Igualdad y no discriminación: Hacia la construcción de una sociedad más inclusiva”. Defensoría del Pueblo del Perú. PNUD Perú, Colegio Médico del Perú. Centro Cultural Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, Diciembre 10 y 11 de 2009.
[2] Director Instituto Nacional Superior de Pedagogía Universidad Pedagógica Nacional. Coordinador Foro Latinoamericano de Políticas Educativas –FLAPE Colombia-. Miembro del Consejo Deliberativo del Fondo Regional de Educación de la Sociedad Civil para América Latina y el Caribe –FRESCE-.
[3] Los derechos económicos, sociales y culturales: El derecho a la educación Informe presentado por Katarina Tomasevski, Relatora Especial sobre el derecho a la educación. Naciones Unidas. Consejo Económico y Social. Comisión de Derechos Humanos. 60º Período de Sesiones. Tema 10 del programa provisional. E/CN.4/2004/45. 25 de enero de 2004.
[4] Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Adoptado y abierto a la firma, ratificación y adhesión por la Asamblea General en su Resolución 2200 A (XXI), de 16 de diciembre de 1966. Entrada en vigor: 3 de enero de 1976, de conformidad con el artículo 27. Artículos 13 y 14.
[6] Naciones Unidas. Consejo Económico y Social. Comité de Derechos Económicos Sociales y Culturales. 21º período de sesiones, 15 de noviembre a 3 de diciembre de 1999. Tema 7 del programa. Aplicación del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Observaciones generales 13 (21 período de sesiones 1999). El derecho a la educación  (Artículo 13 del Pacto).
[7] El documento de la Observación 13 llama la atención sobre el hecho de que estos factores han sido tomados del marco analítico seguido respecto de los derechos a una vivienda y una salud adecuadas y del Informe Preliminar a la Comisión de Derechos Humanos rendido por la Relatora Katarina Tomasevsky (E/CN.4/1999/49, párrafo 50).
[8] Sobre el tema de los indicadores, por ejemplo, la Defensoría del Pueblo contrató con el investigador Luís Eduardo Pérez Murcia una  investigación sobre Sistema de seguimiento y evaluación de la política educativa a la luz del derecho a la educación.  Bogotá, Colombia. 2004. Este investigador ha seguido desarrollando un sistema de indicadores para seguimiento a las políticas educativas con enfoque de derechos que abre una nueva perspectiva educativa y proporciona elementos conceptuales y metodológicos críticos respecto de los utilizados los sistemas educativos convencionales.
[9] Pinilla Pedro, El derecho a la educación: La educación en la perspectiva de los derechos humanos. Procuraduría General de la Nación. Primera edición, Bogota D.C. Marzo de 2006.
[10] Pérez Murcia, Luís Eduardo, “Marco conceptual para el diseño de indicadores educativas en perspectiva de derechos humanos, en: El derecho a la educación de niños y niñas en situación de desplazamiento y de extrema pobreza en Colombia. Due Process of Law Foundation, Bogotá, 2005. Pp 191-205.
[11] Ver: Tubino, Fidel, “El interculturalismo latinoamericano y los Estados nacionales”, en: Rodríguez, Miguel Ángel (Compilador), Foro de educación, ciudadanía e interculturalidad, Memoria del I Foro Latinoamericano de Políticas Públicas en Educación, Cuetzalan del Progreso, Puebla, 2004. Pp. 19-31.
[12] Idem, pp. 30-31.
[13] La Convención fue adoptada el 14 de diciembre de 1960 por la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para le Educación, la Ciencia y la Cultura, y entró en vigencia el 22 de mayo de 1962, de conformidad con el artículo  14. También puede verse el documento El derecho a la educación para todos. Diez motivos por los que la Convención relativa a la Lucha contra la Discriminación en la Esfera de la Enseñanza de UNESCO  tiene tanta importancia en el mundo contemporáneo. Disponible en: http://unesdoc.unesco.org/images/0015/001537/153765s.pdf. Los países que no ratificaron la Convención son: Bolivia, Colombia, El Salvador, Haití, Honduras, México y Paraguay.
[14] Gentili, Pablo, “Educar contra la humillación”, en: Desencanto y utopía. La educación en el laberinto de los nuevos tiempos. Homo Sapiens ediciones, Santa Fe, Argentina, agosto 2007, pp. 93 y ss.
[15] Laguado, Arturo Claudio, (ed.). La política social desde la constitución de 1991. ¿Una década perdida? Observatorio de Política Social y Calidad de Vida de la División de Extensión, Centro de Investigaciones para el Desarrollo de la Facultad de Ciencias Económicas. Bogotá: Centro de Estudios Sociales, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia, 2004.
[16] Sobre este tema se puede ver: Tenti, Emilio, “Notas sobre exclusión social y acción colectiva: Reflexiones desde Argentina”, en: Laguado (ed), Op.cit. 2004.

[17] Sarmiento Gómez, Alfredo y Arteaga, Leticia (1998), “Focalizar para universalizar”, Cuadernos de Economía. XVII (29): 197-210.
[18] PREAL/Fundación Corona/CORPOEDUCACIÓN, 2003: Entre el avance y el retroceso: Informe de progreso educativo en Colombia 2003, Bogotá, 2003.
[19] Pulido, Orlando, “La cuestión de la calidad de la educación”. Boletín Referencias No. 26. Foro Latinoamericano de Políticas Educativas –FLAPE-, ISSN 1850-3683. Año 6, abril de 2009.

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